La iniciativa impulsada por el Gobierno ha sido recibida con inquietud por diferentes sectores de la profesión. ¿En su opinión, y a la vista del texto, existen motivos para preocuparse?
Sí. A quienes somos partidarios de la libertad de expresión en su máxima integridad nos preocupa esto y muchísimo, porque es un paso más en el camino hacia la censura y hacia la construcción de un pensamiento único. La tendencia es ésa y es completamente visible hasta que disfrutemos de un periódico llamado ‘La verdad’, traducido al ruso ‘Pravda’.
La Asociación de Medios de Información (AMI) ha alertado de que incluso puede vulnerar el espíritu de la Constitución. ¿Está de acuerdo con esta afirmación?
Yo fui nueve años magistrado del Tribunal Constitucional y, con la ley en la mano, esta orden ministerial infringe directamente la Constitución. Es una manifestación más del entusiasmo que sienten muchos que alardean de demócratas por la censura. A algunas fuerzas políticas les falta fe democrática. Para comportarnos democráticamente hay que respetar la libertad.
Esta situación ha abierto de nuevo el eterno debate en la profesión periodística entre regulación y autorregulación. ¿Qué opina al respecto?
La tendencia de crear Consejos lleva directamente a ser controlada por el poder, como ya ocurrió en Cataluña sin la menor duda. En cambio, la tendencia de la autorregulación es la que derivó en la creación en 2006 de la Comisión de Arbitraje que presido, que es auténticamente independiente, nacida de la sociedad y sin carácter oficial ninguno ni vínculo con instituciones públicas.
¿Y durante la Transición cómo se abordó y resolvió esa dicotomía entre regulación y autorregulación?
Con el artículo 20 de la Constitución que establece dos derechos: a la libre expresión, por un lado, y a dar y recibir información veraz, por otro. No existen más límites que los que figuran ahí.
La iniciativa del Gobierno se plantea como herramienta para combatir algo pernicioso como es la desinformación, un fenómeno que cada vez cobra mayor gravedad en las sociedades modernas.
Sí, pero es que la desinformación muchas veces no la produce un loco ni un grupo subversivo. A veces la produce el mismo poder político. Y eso ocurre en todos los regímenes, incluidas las democracias más acendradas. En momentos difíciles a veces se desinforma anestesiando.
¿Qué tipo de regulación sería entonces la más adecuada para el propósito de combatir la desinformación?
La mejor ley de prensa es la que no existe. El artículo 20 de la Constitución no necesita desarrollo. De hecho huye de él. Se basta a sí mismo y marca los límites concretos. El remedio es que el Tribunal Constitucional declare inconstitucional esa orden ministerial porque lo es clarísimamente. Esa orden ministerial tiene que caer por su propio peso y debe ser recurrida y anulada por el Tribunal Constitucional.
¿Y no existen también riesgos en dejar sólo en la responsabilidad de los medios y los periodistas la tarea de hacer frente a la desinformación?
La mejor defensa de la libertad es dejar libre al sujeto. Los periódicos que publiquen lo que sea y si es falso, ya se verá después si tienen que responder. Tenemos que combatir siempre con la libertad por delante. Libertad y ley.
En nombre de la Seguridad Nacional muchas veces las democracias establecen restricciones importantes a derechos fundamentales. ¿El fenómeno de la desinformación no tiene suficiente gravedad para abrir la puerta a ese tipo de excepciones?
Efectivamente hay momentos en los que un país se la juega. Y en esos momentos los derechos de los ciudadanos decaen. Cuando peligra la propia vida de la democracia, la democracia tiene que defenderse. Pero ese no es el caso de España ahora.
En este asunto, además de un debate deontológico existe un debate casi ontológico. Porque, ¿qué es la desinformación? El desacuerdo, la disidencia o la opinión diferencial no son lo mismo que la mentira.
Como dijo Orwell en ‘1984’, una novela que describió de manera magistral el estado autoritario, es decir la URSS y luego su imitación del Tercer Reich alemán, la técnica es jugar con el lenguaje; crear palabras nuevas y dar a las viejas significados diversos hasta que llega un momento en el que uno no sabe por dónde va. Los concepto derecho a la información y libertad de expresión son perfectamente inequívocos. No nos hace falta la palabra desinformación.
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